Un año se cumple, a media semana, del arribo de Claudia Sheinbaum a la Presidencia de la República, aunque al dominio del poder presidencial, hay sospechas de que no acaba de hacerse de él.
Así pues, ha transcurrido una vuelta planetaria completo de su llegada a Palacio Nacional, una de los seis que compondrá su ciclo, el lapso sexenal que desde el siglo pasado rige los calendarios de los presidentes de México.
Si en la vida cotidiana el tiempo transcurre con una velocidad irremediable, en política, y sobre todo en el ejercicio del poder, esta celeridad se resiente mucho más.
Lejos ha quedado una de sus frases al celebrar su victoria electoral: ’No llego sola, llegamos todas’.
Es evidente que no han llegado todas, pero hay quienes duda de que en realidad siquiera haya llegado ella.
Lo cierto es que la sombra del sexenio anterior, en particular la de su mal recordado tlatoani, la de los hijos del tlatoani, y la de los amigos y socios de los hijos, ha generado un ambiente de enrarecimiento en un gobierno que ha quemado ya su primera etapa en la reiteración de sus lealtades al pasado, mientras repite la gastada promesa de un futuro mejor para todos, el cual no sabemos cuándo comenzará.
Hay quien supone que los recientes escándalos de corrupción y criminalidad dados a conocer, desde el llamado huachicol fiscal, consistente en simple y llano contrabando de hidrocarburos y evasión de impuestos, dirigido por altos mandos de la Marina y otros servidores públicos, hasta la detención del exsecretario de Seguridad Pública de Tabasco, acusado de dirigir un cártel de delincuentes, entre los casos más notables, han sido producto de un fuego amigo que intenta volcar la correlación de fuerzas al interior del grupo gobernante y romper la inercia que le impide al actual régimen asumir de lleno el poder.
En el juego de fintas y engaños que siempre ha sido la política, ésta y otras teorías pueden tener visos de realidad.
Pero más allá de su auténtica significación, por lo pronto cumplen el papel de distractores para un gobierno que transcurre en la inercia de una economía paralizada, con un crecimiento mediocre que ronda el uno por ciento, y una deuda externa que es cada vez más pesada, cuya divisa más presumible es mantener el reparto masivo de dinero a través de los llamados programas sociales, una manera simple para garantizar lealtades y asegurar votos en cada elección.
Por lo pronto, se ha ido ya un año. Quedan cinco. O menos.